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Inspiración

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Pepe Biondi

domingo, 13 de junio de 2010

LA CITA

La cita
(Del sastre con la caminante)

Atardecía y el anaranjado sol se sujetaba a la vista para no irse al otro lado de las blancas montañas. No quería perderse la cita del sastre con la caminante de los domingos de enfrente vereda.

Pero la naturaleza es más persistente que nuestras miserias y el reticente sol se oculto, regalando una ves más el asiento en primera fila para los escenarios de cosquilleos del rojo latir de los ignotos actores, a la hoy luna en su forma llena.

Por cierto desde mi puesto en la calesita del barrio registraba sus movimientos y me entusiasme – y sin duda entre sortijas y alfajores que los chicos manchaban sus bocas con chocolate – me enamore de sus cantares de seducción y miradas ruborizar.

Recuerdo que hace unos domingos – las gotas, gruesas gotas de tormenta se estrellaban en suelo ahuyentando la tierra por los aires – no impidieron a la paseante desplazarse frente al asombrado artista del vestir que cobardemente no se animaba a cruzarse a ofrecer el rustico paraguas de un cliente que había olvidado.
Su miedo fue tan grande que negó su pasar y se refugio tras la puerta apagando la luz tan rápidamente que no se si rompió el record que ostentaba la velocidad de la luz.

Pero allí estaban los personajes – que la histeria adoptó por unos momentos – renovando el estímulo de los enamorados de aquí y de allá, de las solas y los solos que allanan sus pasiones en todas las plazas de la espera, intenso huésped de sus bancos y corredores.

Ella hoy vestía de azul, de ironías se bamboleaba con los federales que amargados asumían su incapacidad de desobedecer la orden del superior.

Parecía que nunca hubiera pasado por esa cuadra, confundía sus pasos como un aprendiz frente al devenir, retrocedió al pasadizo del conventillo que albergaba su historia – vaya a saber que soledades, que virtudes, que alegrías, que perdidas la empujaron a ese desamparado caserón de más de 20 familias –.
Y como relanzando sus deseos, salio a la acera y pateando una lata vacía – como señal de comenzar algo – hostigó a los árboles que se abrían horizonte, con el semblante en su punto más alto sello las lagrimas del pasado y ante el copioso malestar de los ángeles, liberó alas para abordar la sastrería.

El observaba impaciente el verde reloj que colgaba tras la vieja Singer, porque su ensueño tendría que haber pasado hace unos minutos – ella era puntual, no fallaba – Entonces su pecho forjo el dolor que nunca hubiera querido soportar, su indiferencia.
Claro el no sabía las peripecias que ella agito a los altos Alpes que achico hasta a las ventisca de nieve para saltar a sus brazos.

Y la fresca contradicción de su dolor lo monto en valor, abrió la puerta y fijo su vista al llano del campestre jardín que componía al costado del buzón.

Y ella estaba ahí – mordiendo sus labios de la emoción de la primera vez – esperando que su presidiario rompiera las cadenas de la timidez y la tomara en vuelo evitando los raspones del desamor.

El con un sano y precoz movimiento la apretó a su torso – que casi la ahoga – y como dos esferas espumosas se conjugaron en besos y olores, en suspiros y en gritos que contenidos sin miramientos se desataban a los oídos de los vecinos que ya podrían dormir asumiendo sus complicidades para que el sastre del barrio y la caminante de los domingos agrandaran la mesa de los festejos.


Ruben Cruz*
Junio 2010

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